2 CORINTIOS 4: 3-4

Si nuestro Evangelio todavía resulta impenetrable, lo es sólo para aquellos que se pierden, para los incrédulos, a quienes el dios de este mundo les ha enceguecido el entendimiento, a fin de que no vean resplandecer el Evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios.




martes, 1 de septiembre de 2009

LA VERDADERA BARBA DE PAPA NOEL por padre Gabino Tabossi

La verdadera barba de Papá Noel
padre Gabino Tabossi

La historia del cristianismo muestra que, no pocas veces, los primeros seguidores de Cristo solían festejar sus fiestas echando mano de celebraciones paganas, que precedían incluso a la era propiamente cristiana. Algunos ejemplos: Los europeos gentiles celebraban el día 24 de junio la fiesta dedicada al dios Sol, puesto que es en esa fecha exacta cuando adviene el solsticio de verano, y con él, el inicio de la calurosa estación, siendo el 24 el día de mayor luminosidad.

En las vísperas de esa fecha solían subir a las colinas para encender grandes y vistosas fogatas. Con este gesto lo que se buscaba, simbólicamente, era “matar” la poca noche que había para dar cabida a la luz en su plenitud.

Así pues ante la crecida de la fe, los cristianos quisieron comenzar a festejar sus importantes eventos y a recordar sus figuras más sobresalientes. Entre estos, la memoria de San Juan Bautista quien, como se sabe, con su palabra exhortativa y con su austero ejemplo instaba a los hombres contemporáneos de Jesús a prepararse para la venida pública de Aquél que era la Palabra en persona y el Ejemplo en carne viva. San Juan era el último de los profetas del Antiguo Testamento (que se abre con la creación del mundo y se cierra con el nacimiento del Creador del mundo) y, por eso mismo, el último vocero que Dios eligiera para allanar los corazones de los hombres y disponerlos a la aceptación gozosa del Dios humanado. Él es, por usar una imagen, la bisagra que articula los dos mundos bíblicos, uno anterior y otro posterior, perfecto, definitivo.

Dado que con el nacimiento del Salvador el mundo amaneció porque el Sol divino irrumpió en la historia humana de una vez y para siempre, y dado que la luz solar cotidiana siempre va precedida por la claridad del cielo –cuyo color viene llamado rosicler- que preludia la puesta del luminoso astro, así entonces qué mejor que elegir un día radiante, el más radiante del año, para recordar festivamente a San Juan Bautista, el “rosicler” de la luminosa Era que comenzaba a despuntar.

Ya no serán, como hasta entonces, las fogatas en honor de Apolo y Osiris, sino la quema de la basura interior en conmemoración que aquél que gritó hasta el hartazgo ¡Convertíos, renovaos, cambiad la conducta, cesad con las matufias raras, que ya está próxima vuestra salvación!

Análoga aplicación para la otra mitad del hemisferio que, a partir del 21 de junio comienza a festejar no el inicio del calor y de la luz sino de su contrario el frío y la oscuridad. ¿Cuál ha de ser el sentido, teniendo en cuenta lo dicho, de venerar en estos días invernales la venida del Precursor?

Él –dijimos- es la luz tenue y matinal que anuncia la llegada del Sol. Pero él es también, según narra el Evangelio, aquél que no buscó sino desaparecer para que su pariente apareciera. Pues bien: a partir del 21 de junio (día más corto del año, del ecuador hacia abajo) las horas de oscuridad comenzarán muy lentamente a reducirse para dar lugar a mayor luminosidad horaria que llegará a su pico el 21 de diciembre.

En algo, pues, se asemejan San Juan Bautista y el final del mes de junio: y es que ambos, cumpliendo ya el propio ciclo, irán dando lugar el uno, al verano, el otro, a Jesús, sinónimo de Luz, de Sol y de calor. Y así la prolongada noche, lo mismo que el Profeta, tenderán cada cual a desaparecer.

Un segundo ejemplo.

Por datos que nos ofrece el Evangelio de San Lucas podemos determinar en qué año tuvo lugar el nacimiento de Cristo. El año, nada más. Viene entonces la pregunta: si nada se sabe del día preciso, ¿por qué festejarlo el 25 de diciembre? Y si mucho menos aún se puede determinar la hora, ¿por qué elegir la noche, o el canto de los primeros gallos para revivir el nacimiento más importante de la historia?

La plurisecular voz de la historia siempre ha dicho que, además del día 24 de junio, de manera especial los latinos tributaban especial honor a la divinidad solar, fiesta que llevaba el nombre “Natalis Solis Invicti”, y lo hacían en las vísperas del 25 de diciembre. ¿El por qué de esta fecha?, porque este día era y es en el Viejo Mundo el más corto del año. Después de la densa y prolongada noche el saliente aparecía con renovado vigor, el sol volvía a resurgir para cortar con sus esplendores la invernal oscuridad. Por eso había que festejar: porque la luz, finalmente, vencía; porque el sol en aparente derrota volvía a mostrar su primado entre los astros.

Hasta aquí la solemnidad pagana. ¿Y qué hizo, nuevamente, el cristianismo? Una vez más, echarle agua bendita a un festejo de suyo ajeno a la verdadera fe. Si el 25 de diciembre era el día del sol, ¿por qué entonces no ver en esa fecha el nacimiento de quien es el “sol que nace de lo alto”, como apoda la Escritura al Salvador? Si esa era la fecha de la luz, ¿qué mejor que bautizarla para conmemorar a Cristo, la Lumen Dei que al tomar figura humana vino a refulgir luego de la interminable noche del paganismo?

Por lo demás, creo que no es casualidad que un astro, una estrella, se haya puesto al servicio del Infante de Belén como anunciando y apuntando a su Hacedor. La luz que muestra a la Luz.

No se sabe con exactitud por que el 29 de junio se celebra la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Algunos dicen que en tal fecha se habría dado el martirio de alguno de ellos, lo cual es poco probable porque, hasta la fecha, poco se sabe tanto del día como del año de sendos martirios.

Más convincente parece ser la explicación que trata de ver en el 29 de junio la yuxtaposición de una fiesta cristiana por sobre otra pagana, cual era la memoria de Rómulo y Remo, fundadores de Roma en el s. VIII a.C. ¿Por qué no ver en Pedro y Pablo una prolongación y perfección de los dos hermanos pioneros de la Ciudad Eterna? ¿O acaso ellos no fundaron también a Roma, transformando la Civitas humanitatis en la Ciudad de la fe?
Con las llaves, con la pluma y con la sangre, Pedro y Pablo edificaron espiritualmente la capital de nuestra fe.

He aquí el denominador común de estas fiestas cristianas que escuetamente hemos esbozado: siendo paganas en sus orígenes, sirvieron como fundamento sobre las cuales la fe cristiana iba a ir ganando espacio y popularidad. Porque la verdadera fe, lejos de aniquilar lo antiguo por ser antiguo se sirvió de lo bueno que allí podía encontrarse para darle su más acabada plenitud y significación.

Si se me permite, un cuarto ejemplo, de carácter arquitectónico.

En una de las zonas más antiguas de la ciudad de Roma, a metros de Pantheón, asomaba un templo erigido a una diosa, una más, a la que los romanos llamaban con el nombre de “Minerva”. Nada extraño al politeísmo de aquellos hombres el que sus distintas divinidades tuviesen cada cual su propio lugar de adoración.

Y así fue, hasta la paz constantiniana, en el siglo IV, que definitivamente puso fin a las persecuciones de los cristianos, y con ello, el advenimiento público y conquistador de la novata religión.

Lo curioso de todo este proceso es que algunos de estos majestuosos edificios no sólo no fueron destruidos sino que, por el contrario, se vieron reciclados con el fin de transformar estos antiguos espacios cultuales en lugares de culto, sí, pero de un culto nuevo, extraño, único en su especie. Tal fue la suerte que le tocó vivir al templo de Minerva, que en los primeros siglos de nuestra era se transformó en una soberbia iglesia dedicada no ya a una diosa sino más bien a una nueva mujer que, sin arrogarse una pizca de divinidad, tuvo el sobrenatural privilegio de prestarle su carne y su sangre a la divinidad humanada que comenzaba a tejerse en sus purísimas entrañas. Hoy ese templo es conocido con el nombre de “María sopraminerva”. María, que majestuosa y femenina posa sobre los restos de su predecesora Minerva.
٭٭٭
Pero en la historia del cristianismo no todo es renovación y reciclaje. A veces pasó al revés: lo cristiano hecho pagano por un proceso inverso que suele llamársele secularización, y que es –como lo indica su nombre- el primado del siglo, de lo actual, de la moda, del cambio contra todo aquello que tenga apariencia de absoluto y permanente.

Papá Noel es, por así decirlo, como la revancha –voluntaria o no- contra aquel proceso creciente y perfectivo de una fe que se hizo cultura.

He aquí su decadencia.

La historia comienza en el siglo IV, con un obispo del Asia Menor llamado Nicolás que –se cuenta- con el fin de adueñarse del Todo decidió voluntariamente rechazarlo todo, repartiendo generosamente sus bienes entre los más necesitados. Amigo de los niños y los pobres, narra su legendaria biografía que, cierto día, al enterarse de que un padre de tres jóvenes hermanas intentó prostituir a sus hijas para obtener la dote correspondiente, Nicolás discretamente arrojó una bolsa con monedas de oro por la ventana de la casa, librando así de la deshonra a las doncellas.

También se habla de él como un hombre de milagros y dones formidables.
Sabemos casi con seguridad que, en el siglo XI, sus restos fueron llevados a la ciudad de Bari, en Italia.

La vida –con algo de leyenda- de San Nicolás arraigó fuertemente en Europa durante la Edad Media, particularmente en la mencionada Italia, en Inglaterra, en Alemania y, de manera especial, en Holanda, en donde muy pronto se ganó el patrocinio de Ámsterdam así como el de los marineros holandeses.

El afán colonizador de aquellos holandeses hizo que cruzaran los mares para llegar a EE.UU., aquerenciándose sobre todo en la actual isla de Manhattan –“La Nueva Ámsterdam”, como se le decía- llevando consigo –como suele ocurrir con los inmigrantes- sus propias costumbres y creencias. Una imagen erigida al flamante obispo en las nuevas tierras muestra el especial cariño que aquellos conquistadores profesaban a legendario santo.

La devoción de los inmigrantes nórdicos era tan pintoresca y llamativa que entusiasmó al escritor norteamericano Washington Irving quien, en 1809, se animó a trazar un cuadro vivo de esta y otras costumbres holandesas en un libro que llevó por título “La historia de Nueva York según Knickerbocker”.

En estas páginas San Nicolás era despojado de sus vestiduras episcopales y convertido en un hombre mayor, ancho, sonriente y generoso, con un sombrero de alas, calzón y pipa holandesa. Luego de pisar suelo americano –narraba el libro- se dedicó a arrojar regalos por las chimeneas, que sobrevolaba gracias a un caballo, volador al igual que su jinete, que arrastraba un trineo prodigioso.

Irving bautizó a su ficticio personaje como el “guardián de Nueva York”, lo que le granjeó al gordo holandés la simpatía y popularidad de buena parte de los norteamericanos de origen inglés quienes también comenzaron a celebrar su fiesta el 6 de diciembre (que es la verdadera fecha en que viene recordado el verdadero Nicolás). El “SinterKlass” holandés comenzaba a ser, para los gringos, el “Santa Claus” americano.

Hasta aquí la primera etapa del proceso, y el primer despojo que empezara a padecer el pobre Pastor de Myra.

Pocos años después, en 1823, la fama de Santa Claus ganó terreno sobre todo en la costa este de los EE.UU. debido a un poema, en apariencia anónimo, publicado en el periódico newyorkino Sentinel (“El Centinela”) y que llevaba por nombre “Una visita de San Nicolás”. Su autor: un profesor de teología, Clement Moore, quien recién en 1862 reconoció su autoría, puesto que la intención original de la poesía no había sido la de la pública difusión. Moore había escrito para sus numerosos hijos, y nunca se le ocurrió pensar que un familiar suyo hubiese largado a la imprenta sus infantiles versos.

¿Quién era San Nicolás en aquél escrito? Un hombre de baja estatura, al modo de los gnomos (en algunas viejas leyendas germánicas el gnomo se muestra como recompensador o castigador de los niños), sentado sobre un trineo tirado no ya por un caballo volador –como lo pintara su contemporáneo Irving- sino por renos y adornado con sonoras campanillas, que a lo lejos delataban la cercanía del nórdico bufón remunerador.

Otra generosa contribución de Moore a la transformación de nuestro santo fue la del cambio de calendario: su fiesta pasaría a celebrarse no ya el 6 de diciembre sino el 25 de ese mes, por lo que los clásicos regalitos de quien, originalmente, regalara a los niños e indigentes, a partir de ahora empezarían a caer de las chimeneas el mismo día en que hiciera su ansiada aparición el Indigente Niño. Contiguo al pesebre, los calzones holandeses desbocados de dulces y regalos. Casi como si tratase de dos festejos bien diferenciados.

La tercera etapa de secular proceso padecido por Nicolás estuvo a cargo de Thomas Nast, inmigrante alemán venido cuando niño a Nueva York y dedicado, ya como adulto, al periodismo y la pintura.

San Nicolás (a esta altura, lisa y llanamente “Santa Claus”) fue representado por Nast en 1863 con aspecto de gnomo, entrando por una chimenea. Años después el artista iría variando la imagen del “guardián de Nueva York” hasta llegar a su icono definitivo: altura normal, barriga prominente, mandíbula muy ancha, cinturón ancho, abeto y muérdago.

Cuando las técnicas de reproducción industrial hicieron posible la incorporación de colores a los dibujos publicados en la prensa, el artista alemán pintó los ornamentos del Sinter con un rojo intenso. Aunque otros alegan que ello se habría debido al impresor Boston Louis Prang, quien ya en 1886 publicaba postales navideñas vistiéndolo con vestiduras color carmín.

La posibilidad de hacer grandes tiradas de tarjetas facilitó enormemente la popularización del criollo Papá Noel. Incluso algunas firmas comerciales también se sirvieron de su imagen para fines comerciales, por lo que el dadivoso abuelo ya no solamente regalaba obsequios: ahora también los vendía.

Al fin y al cabo, él era hijo in vitro producido en la fantasiosa imaginería de los países del money. De tal palo…

El tiempo mientras tanto transcurría, y con él, la creciente laicización de nuestro personaje. La segunda mitad del siglo XIX fue de trascendental importancia en la consolidación y difusión del ex Nicolás de Bari. Por un lado, quedan fijados sus atributos y rasgos más típicos. Además se le termina de quitar cualquier apariencia religiosa y cualquier tipo de conexión con una creencia específica y un determinado grupo cultural y étnico, para transformarse así en una suerte de emblema cada vez más universal y capaz de ser invocado por los distintos credos y las culturas más variadas.

Pero claro, como no pocas veces sucede cuando se quita algo, el lugar no queda vacío sino que empieza a ser sustituido por otra cosa. Nada ser pierde, todo se transforma. De esta manera si la figura del austero obispo era sinónimo de caridad a partir de ahora esta majestuosa virtud comienza a ser desplazada por los nuevos valores que acompañan al Sustituto color carmín: la paz, la solidaridad y la prosperidad.

La universalidad de Papá Noel era cada vez menos discutida. Prueba de ello fue que, por aquellos años, el inmigrante navideño recobraba fama en su propio continente revitalizando las figuras del “Father Christmas” británico o la del “Père Noël” de los franceses, que copiaron muchos rasgos del Father americano.

Pero acá no termina la lamentable historia de nuestro obispo.

El tiro de gracia de todo este proceso de falsificación se iba a dar en la Navidad de 1930, bajo la mano ejecutora de la multinacional Coca –Cola.

En aquella fecha la empresa publicó una imagen de Santa Claus escuchando peticiones de niños en un centro comercial. No obstante el éxito de la campaña, los dirigentes de la firma pidieron al pintor de Chicago de origen sueco, Habdon Sundblom, que retocase al Santa Claus de Thomas Nast. Y así lo hizo. Tomando como primer modelo al vendedor jubilado Lou Prentice, el sueco le confirió un mayor realismo. Más alto, de mayor espesor, con rostro alegre y bondadoso, ojos pícaros y amables, vestido rojo con ribetes blancos, el renovado personaje pasó a ser definitivamente un emblema que Coca-Cola empezaría a mostrar al mundo promocionando con esto la venta de sus productos.

Hasta el año 1966 Sundblom siguió maquillando a su criatura llegando incluso a ponerse él mismo, en un arrebatado gesto de humildad y anonimato, como modelo de su pictórica hechura.

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Hoy Papá Noel es mucho más que un símbolo navideño. Él es el santo de la moderna devoción del lucro y del bolsillo. El fiel reflejo de una cultura que ha destronado la verdad de los hechos y de la historia y erige a cambio la mentira y el error. La venganza de Apolo, de Osiris, de Rómulo y Minerva, que sonrientes se levantan de sus oscuras tumbas buscando de los hombres el fuego y la oración.